Los riesgos de polarizarse.

Asumir la dinámica de polaridad implica reconocer que no vemos totalidades. Nuestra visión particular es fragmentaria. Hay algo que no vemos. Nuestro enfoque, deja algo fuera de foco. Y es la existencia del otro la que trae aquello que quedó fuera. La entidad del otro me completa.

El fanatismo hiela nuestra capacidad de vincularnos. Torna árida nuestra sensibilidad. Nos regresa al recelo más arcaico y frustra nuestra creatividad. El fanatismo se nutre de miedo y restringe libertad. Polariza y divide.

El fanatismo no está en lo que decimos, sino en cómo lo decimos. No está en lo que hacemos, sino en cómo lo hacemos. No es un tema de opiniones, sino de cómo se opina. No se trata de qué se piensa, sino de cómo se piensa. No es un tema de ideas, sino de supuestos perceptivos. Opiniones, pensamientos e ideas son importantes, incluso valiosos, pero secundarios. En cambio, la calidad de los supuestos inconscientes, la vibración de las creencias, resultan primarias y condicionan a nuestras opiniones, pensamientos e ideas.

El fanatismo no es propiedad de ningún clan, de ninguna tribu, de ninguna raza, de ninguna etnia, de ningún credo religioso, de ninguna ideología política. El fanatismo es una pesadilla del corazón de la humanidad. El conflicto no es de ideas, sino de supuestos. No es de argumentos, sino de percepciones. No es ideológico, sino espiritual (o, en el más profundo sentido de la palabra, psíquico). El fanatismo atraviesa toda la experiencia humana del miedo. Es dote del conservador y del revolucionario. Del pragmático y del idealista.

El fanatismo es una actitud ante la existencia, ante la angustia desesperante de la vida consciente y del desafío vincular. Somos fanáticos porque “no sabemos”, porque nos sentimos “arrojados a la vida” y porque estamos obligados a relacionarnos con los demás. El fanatismo es una patología de la conciencia de dualidad. Una reacción extrema a la intolerable emoción de estar atrapados en una vida atravesada por la contradicción y el dolor. El fanatismo es síntoma de sufrimiento psíquico.

En fanatismo nos sentimos militantes de la verdad en batalla contra las falsedades del mundo. El fanatismo nos convence de una verdad absoluta que no necesita ser contrastada en el vínculo con los demás. Vemos el mundo tal como lo explica el dogma. El fanatismo, por lo tanto, de un modo inevitable, nos lleva a negar la realidad, a perder libertad y capacidad crítica.

La estruendosa expresión del fanatismo simboliza una afirmación extrema en la vida que aquieta nuestra angustia existencial. El fanatismo narcotiza lo que pesa en nuestra conciencia. El fanatismo justifica la crueldad. El fanatismo es violencia. Atropella la sensibilidad. Festeja el dolor del otro. El fanatismo congela la compasión. Convencidos de “odiar al mal”, transformamos el odio en virtud. El odio en ejemplo de acción justa. El fanatismo ofende a la dignidad humana.

«Polarización» es fanatismo. En polarización pretendemos anular al otro polo. En fanatismo practicamos el exterminio del otro. El fanatismo necesita que el otro desaparezca, que no tenga entidad, que no exista. No es posible disolver el fanatismo sin asumir la «dinámica de la polaridad»: la evidencia de que la realidad se expresa en dos polos que se necesitan y que están en permanente ecualización.

El fanatismo confunde valor con “prepotencia” y entrega con “desprecio”. El fanatismo es una distorsión de la pasión. Es la pérdida de discernimiento consciente en beneficio del éxtasis de fundirnos a un dogma que nos dice “cómo es todo”. Ya no es necesaria ninguna búsqueda, sólo arrasar la falsedad del otro y confirmar el dogma verdadero. La visión fanática prevalece por destrucción, no por creación. Es la pasión dominada por la pulsión destructiva. El fanatismo no genera, destruye. No persuade, somete. No acuerda, impone.

El fanatismo nos permite estar convencidos de (y sentir el contacto con) una verdad absoluta, definitiva e incuestionable. En fanatismo no toleramos la libertad del otro, sólo su subordinación a la verdad. El fanatismo aspira a la uniformidad y sanciona los matices. La diversidad es sacrilegio. Es el trágico encanto de consagrar la visión verdadera y la civilización hegemónica. En lo religioso es la guerra santa: la cruzada por el auténtico (y único) dios. En lo secular es la guerra de naciones y de ideologías: la lucha por la tribu superior y la batalla por las ideas ciertas. Las naciones y las ideas como proyección de dios. Pero no olvidemos que todos estos surgen del fanatismo personal, que a algún nivel y en algún área, llevamos dentro. Exige gran indagación observar lo propio.

El fanatismo excita en el inconsciente el más regresivo arquetipo vincular: el patrón del enemigo. Es el más efectivo para obtener cohesión, compromiso y fidelidad en los clanes humanos. Excitar miedo es propiciar odio. Y el miedo y el odio es el modo más práctico e inmediato para obtener y concentrar poder. Para capturar voluntades individuales se las debe convencer de que están expuestas a grandes amenazas, a riesgos terminales, y que sólo pueden encontrar salvación en la sumisión incondicional al dogma redentor y a sus profetas ejecutores. De esto se nutren los sistemas religiosos y políticos que aspiran a dominar la conciencia del mundo.

La comodidad de compartir la misma percepción de la realidad sin necesidad de cuestionarla, ni someterla a prueba de verdad, convencidos de que es auténtica y definitiva. Bajo el cobijo de eslóganes, creencias y frases hechas un cierto diseño mental de la realidad adquiere (o parece adquirir) una evidencia natural. Un espacio mental (una idea, una creencia, un supuesto inconsciente acerca de la realidad) donde habitar y permanecer junto con otros, dan la seguridad de que no seremos amenazados por la percepción de los demás, ni que nuestra propia percepción entre en conflicto con la realidad consensuada. El amparo del acuerdo perceptivo: Eslóganes, consignas y frases hechas son lugares comunes.

Cuando su contundencia distorsiona a la percepción (anticipándola, condicionándola), entonces un eslogan, una consigna o una frase hecha se transforman en un prejuicio: nos definen de qué se trata una experiencia antes de ser vivida, nos imponen un significado sobre una situación sin necesidad de exponernos a percibir por nosotros mismos. Y, al ser compartidos por todos, esos prejuicios nos dan pertenencia. La percepción uniformada disuelve la angustia del aislamiento, aunque el costo sea desatender nuestra potencial percepción diferenciada. Ser fiel al impacto perceptivo que sorprende a nuestra conciencia puede hacernos sentir que traicionamos el acuerdo del grupo. Confiar en ese rayo de percepción es peligroso, mantenerse en el prejuicio perceptivo es seguro.

Todo depende de cómo entendamos la fidelidad: Al entender «fidelidad» como coherencia con el pasado nos obligamos a repetir las respuestas que otros creyeron oportunas ayer, convirtiéndolas hoy en reacciones mecánicas incapaces de considerar nuevos contextos. Pero, si entendemos «fidelidad» como coherencia con el presente y el futuro acaso surjan respuestas que sepan confiar en nuestras intuiciones y se abran oportunidades creativas que contemplen las condiciones del presente. Cristalizados en nuestra conciencia, un eslogan, una consigna o una frase hecha bloquean la emergencia de intuiciones creativas.

Apegados emocionalmente a eslóganes, impedimos la revelación de intuiciones. Adheridos a consignas, somos injustos con lo que percibimos. Identificados con frases hechas, subordinamos nuestra percepción a la mirada de otro.  “La verdad es una tierra sin caminos…”. Krisnamurti

Quedarse en el molde: Los eslóganes, las consignas y las freses hechas son moldes de la percepción. Marcan bordes que definen cómo debe ser significada la experiencia perceptiva. Quitan libertad porque dan seguridad, bloquean creatividad porque uniforman. Generan la fascinación de que todos percibimos lo mismo. Estamos condicionados por nuestros supuestos perceptivos inconscientes, pero la dinámica del discernimiento consciente genera al menos dos actitudes respecto a ellos:

.- Por un lado, nuestra percepción puede entrar en conflicto con aquellos supuestos inconscientes. Una súbita intuición asalta el refugio de nuestras creencias y no logramos que “lo que percibimos” coincida con “lo que acostumbramos a creer”. Y aunque esto resulte molesto, incluso doloroso, no obstante, es sano. Es el estado de una muy creativa neurosis, un “doble vínculo” generador de lo nuevo, una incómoda crisis que forja la expansión comprensiva.

.- Pero, también, nuestros supuestos perceptivos pueden cristalizarse en la fidelidad a dogmas o en la devoción a líderes o personalidades extraordinarias que tomamos como modelos, subordinando de un modo absoluto nuestra percepción a sus catecismos, a sus configuraciones de la realidad, a sus mandamientos. Y aunque esto nos resulte cómodo, incluso placentero, hay riesgo si hay una pérdida irreversible de espontaneidad, si se da atrofia de la frescura necesaria para que la conciencia se deje impactar por la sorpresa.

Lo políticamente correcto, lo ideológicamente correcto, lo religiosamente correcto… es un modo de deber ser. Pensar lo correcto, percibir lo correcto, sentir lo correcto, es adherir a algún modo de autoridad. Es decir, pensar lo correcto anula pensar por sí mismo, percibir lo correcto impide percibir por si mismo, sentir lo correcto bloquea sentir por sí mismo. El inconsciente, no obstante, dará albergue a nuestro pensamiento reprimido, a nuestra percepción negada, a nuestros sentimientos abortados, y los expresará bajo alguna forma “inorgánica con lo correcto”, distorsionada respecto del modelo al que se pretende guardar fidelidad. Es el caso, por ejemplo, de la situación de “ser más papista que el Papa”: en nombre de la autoridad a la que se rinde obediencia, actuar de un modo en el que esa autoridad no actuaría, como un fallido obra de no confiar en lo que realmente percibimos, o como una sobreactuación que intenta ocultar el temor ante lo que esa percepción inorgánica nos indica. El contacto con la visión de la realidad, en cambio, implica el riesgo de la incorrección.  Fieles a consignas somos refractarios a la empatía con los demás.

(A. Lodi)

 

NO VES LA REALIDAD, PERCIBES EL MUNDO COMO LO HAS VIVIDO

¿En qué te fijas? ¿cómo ves el mundo que te rodea? … Es así cómo lo has vivido. No ves la realidad completa, sólo una porción, la tuya. El resto aún no puedes verla, pero también existe y es tan real como la pequeña fracción que tú percibes. Vivimos básicamente cegados o limitados por nuestras propias creencias aprendidas.

Desde nuestro nacimiento, durante la infancia y hasta la adolescencia, es el periodo en el que estamos más permeables. Absorbemos como esponjas todo lo que vivimos. En esta fase creamos y grabamos las creencias y los valores más relevantes de nuestra personalidad. Como resultado de este proceso generamos un complejo programa interno que fabrica literalmente el mundo que nos rodea. Nos cuenta qué nos influye de la vida y cómo vamos a percibir a los demás y, por supuesto, a nosotros mismos.

Estas creencias profundas surgen como resultado de la interacción de tres factores interrelacionados. En primer lugar, los sucesos que vivimos; segundo, lo que pensamos sobre el suceso; y tercero, los sentimientos, sensaciones y emociones derivados de la experiencia. Como consecuencia elaboramos un complejo paradigma vital compuesto de: recuerdos o imágenes, pensamientos o ideas y sentires o emociones. Es decir, estos tres ingredientes se solidifican en nuestra memoria inconsciente en forma de imagen, en el intelecto en forma de creencia y en el cuerpo en forma de sentir, dando como resultado un marco de referencia. Algo así como unas gafas de percepción limitante que utilizamos para ver e interactuar con la vida. A medida que crecemos, nuestro programa también lo hace y nos vamos quedando más ciegos al amor y más influidos por los prejuicios y el miedo. Que son la montura y los cristales de estas gafas del ego.

La mayor parte del tiempo no somos conscientes de nuestras gafas, de la misma forma que no somos conscientes de la respiración o los latidos, salvo que nos fijemos en ellos. El uso de estas gafas se convierte en algo automático e inconsciente. Su objetivo es proporcionarnos respuestas automáticas para adaptarnos a las circunstancias, sin tener que detenernos a valorar y decidir la mejor opción cada vez que sucede algo significativo en nuestra vida. Nos ayudan a adaptarnos al mundo de los sentidos del ego y nos impiden el acceso al amor incondicional del ser, ambas cosas simultáneamente.

La familia de origen, fundamentalmente los padres, hermanos y parientes cercanos, y en segundo lugar nuestro entorno social, la escuela y amigos, es la influencia relacional que determinará qué creencias y valores instauraré en mi programa. No importa la moralidad de las creencias, sino la validez y utilidad que tienen en mi entorno conocido. Me abren las puertas al afecto de aquellas personas de las que dependo emocional y físicamente.

Pensamos lo que nos dijeron que era correcto pensar, lo que era bueno y malo, lo que más nos convenía creer y sentir para ser aceptados, reconocidos y queridos. Lo cual es la prioridad cuando somos niños dependientes a todos los niveles. Nos transmitieron creencias y valores que otros fabricaron y eventualmente fueron útiles, para ellos. Esta es la educación que nos instruye para pensar, sentir y comportarnos. Es decir, en el pasado llevamos a cabo un aprendizaje por imitación, por supervivencia, porque necesitábamos la aprobación del entorno; no por elección, ni por sabiduría. Básicamente tenemos el cerebro repleto de ideas que sirvieron a otros, para hacernos más adaptables a lo que convenía en nuestra familia en ese momento. Con el tiempo, este programa de creencias, estas gafas con las que miramos el mundo, se convierten en una carga limitante que pesa como un lastre y nos impide movernos con fluidez en el presente. Andamos percibiendo nuestra vida actual con los filtros que heredamos de un entorno cercano en un pasado que no existe. Nos condicionan sobre cómo vivir el contacto físico y afectivo, o cómo nos relacionamos con el dinero, el trabajo, la vocación, el sexo, la familia, el matrimonio, la amistad, el ocio o qué hacer con el tiempo libre.

Esta es la raíz del problema que nos hace huir de la intimidad consciente, buscar atención y reconocimiento por miedo, en lugar de movernos por el amor y el gozo. Como aprendimos a tragarnos lo que nos contaron para adaptarnos, ahora somos dependientes del programa y no sabemos distinguir en qué nos está beneficiando o perjudicando, salvo que lo revisemos y decidamos conscientemente.

Uno de las mejores inversiones que podemos hacer a nivel psicológico para mejorar nuestra calidad de vida y nuestro bienestar, es revisar nuestro sistema de creencias. Observar la manera en que vivimos y sentimos. Así como, replantearnos los juicios limitantes desde los que miramos los múltiples aspectos de la vida, las personas de nuestro entorno y a nosotros mismos.

El reto liberador consiste en soltar la aparente seguridad de lo que “conocemos” y probar a mirar el mundo y a las personas con las que nos cruzamos, cómo si las viéramos por primera vez; con la mente de un principiante. Sin pre-juicios, con la mirada limpia e inocente de un niño confiado que se relaciona con cualquiera con la naturalidad propia de la amistad y la hermandad sinceras. Con la capacidad de sentir, expresar y perdonar con fluidez. Pues el mundo que se rige por el amor es un mundo seguro, y este, es el único mundo real. Lo demás es sólo parte de un sueño.

José Maroto Mingo

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