Envejecer sabiamente

¿Cuál es la obra más grande de la vida?

Hacerse viejo con el corazón alegre, descansar cuando se quiere trabajar, vivir la esperanza cuando uno se siente tentado de desesperar, vivir tranquilo y cargar con la propia cruz.

No envidiar a los jóvenes cuando se les ve llenos de vigor, marchar por el camino esencial.

En vez de trabajar por la gente, dejarse cuidar por otros humildemente.

Cuando debilitado, ya no sirve uno para la acción física, seguir siendo amable y dulce.

Darle una última mano de brillo al propio corazón, ya avejentado, para ir a la verdadera patria.

Ir soltando, poco a poco, las cadenas que le atan a uno a este mundo: esto es verdaderamente una labor de grandes.

Cuando ya no pueda más, aceptarlo con humildad.

Es el mejor trabajo que Dios nos ha dejado para el final.

Esa es la oración: cuando las manos ya no puedan hacer nada, al menos al final podrán unirse en una plegaria.

Y cuando haya acabado de hacerse todo, en la hora de la muerte se oirá:

“¡Ven, amigo mío, que yo nunca te abandoné!”

Así vale la pena envejecer. De este modo los años de madurez se convierten en años llenos, sin asomo de ese vacío inútil que parece ser característico en las personas que no saben envejecer.

* * * * * *

Este ser lo pidió a tiempo y al final completó la obra más grande de su vida.

Uno envejece, paulatinamente, de la misma manera que ha vivido.

Donde hubo fuego, cenizas calientes quedan.

La obra más grande sigue consistiendo, como advierte la famosa copla, en

“vivir de tal suerte, que uno quede vivo después de la muerte”.

La sensibilidad ayuda a ello.

(Enrique M.)

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La obra más grande de la vida

Para algunas personas la profesión más difícil de la vida es la de ser un buen padre. Un artículo reciente indica que algunos profesionales de éxito han resultado ser ancestros nada ejemplares en los aspectos esenciales de la convivencia y del cuidado de la vida.

Pero es posible encontrar la obra más grande de la vida en otra realización, muy personal intransferible, haya o no hijos de por medio. En líneas generales nadie piensa que un día llegará a ser anciano y quizás dependiente. Mientras se es joven no es frecuente imaginar que se vaya a perder alguna vez posibilidades y capacidades.

Sin embargo, a su debido tiempo y si recibimos el don de la longevidad, nos llegará a todos el momento del declive y de la limitación física, a veces incluso, del refunfuñar.

Por eso son sabias las observaciones de Fernando G. Gutiérrez, cuando, desde su comprensión cuenta: “Conocí en Japón a un misionero alemán en la cumbre de sus posibilidades que rogaba a Dios le concediera la obra más grande de la vida: saber envejecer”

 

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